El Inter de Mou desafía la gravedad culé…

Hace ya quince años, en el deslumbrante mundo del fútbol, el Barça de Guardiola era como el Tom Cruise de las pelis de acción: imparable e inimaginable que estrellara el coche al estacionar. El equipo catalán llegaba campeón, marchando con su tiki-taka como jefe de orquesta hacia lo que sería, decían los optimistas, otra copa para la vitrina. Con el Camp Nou como su fortaleza, ya habían bailado con el Inter en la fase de grupos y casi les sacan a bailar sardanas de tan seguros. Pero al llegar las semifinales, el Inter llegó como un ninja con botas de tacos y torció la balanza.

Entrenados por el maestro del suspense, José Mourinho, el Inter se situó demoníacamente a destrozar sus sueños azulgranas. Rui Faria, su segundo a bordo y Sherlock de campo, reveló que se encerraron en su centro de entrenamiento más tiempo del que un gamer pasa frente a su consola. Con una obsesión por los defectos digna de un artista del renacimiento, analizaban cada pase del Barça hasta encontrar los puntos flojos de su plan. La fiesta psicológica se completó convenciendo a sus jugadores de que el Barça era un dragón al que, con la táctica precisa, se le podía dar zapatazos.

El partido de ida en Italia fue como comer espaguetis con cuchara: para el Barça, una experiencia incómoda e inesperada. A pesar del fragor en su contra, el Inter reclamó un 3-1 extraordinario como si quisieran firmarlo en una postal. En la vuelta, jugaron al sudoku sin uno de los números: la expulsión de Thiago Motta los dejó en inferioridad. Pero aún así, resistieron a los culés como un gato en un árbol. Hoy, Faria mira al presente y reflexiona que, aunque ahora hay equilibrio entre los equipos, derribar aquel Barça fue como derribar al Kraken. Y vaya si lo hicieron.